Como buen
simpatizante del séptimo arte, ver los Oscar me entretiene, aunque esta vez mi
aversión a tener cable ($$) me obligó a seguirlos por relatos escritos en
internet y a través de mensajes de texto con mis media naranja y mis amigos.
Ver las películas nominadas, apostar por las ganadoras e improvisar como
crítico de cine siempre será divertido para muchos adultos contemporáneos como
yo; es como jugar a ser periodista o al analista político, en lo que son
expertos Claudia Gurisatti, Ernesto Yamhure, Gustavo Bolívar, o el bien
recordado Juan Pablo Bieri (que será de ese señor, seguro ya está alistando
maletas para alguna embajada) . Este año, debo reconocerlo, me quedé corto y no
pude ver varias de las nominadas, aunque en todo caso tuve material para alguna
conversación con mis amigos y compañeros de trabajo. Al igual que en otros
años, hubo polémica, una que otra sorpresa y un enfoque cada vez más
politizado, cosa que tal vez debamos agradecer a la extraña forma de gobernar
del emperador naranja; de todos modos, por las razones que sea siempre será
chévere ver hispanos, afroamericanos, musulmanes, Indígenas, y otros grupos
ignorados por la academia hasta hace algunos años, como ganadores, o al menos como protagonistas
de la contienda. Curiosamente, los premios cinematográficos del país de la
libertad, la igualdad y la democracia, se acordaron que hay mas colores de
piel, mas religiones y más formas de pensar en el planeta casi 80 años después
de creados.
Debo
reconocer que me gustó que ganara "The green book", aunque repito,
tengo como tarea ver el resto de las nominadas. Lo de Roma fue, en medio de
todo, merecido para una película que a mi modo de ver es el equivalente a salir
con una mujer del físico de Emily
Ratajkowski con la capacidad conversacional de los perezosos de Zootopia. Pero
bueno, es la opinión de alguien al que le gusta el cine de superhéroes, los
salpicones de sangre y los diálogos entretenidos de Quentin Tarantino, y las
habilidades histriónicas de Esperanza Gómez o de Mia Khalifa (los que no la
conocen, la hija no reconocida de Gustavo Petro). En fin, hay que estudiar cine
unos años para entenderla, apreciarla y ponerla en el pedestal que la pusieron
(a Roma, no a Mia) y para comprender porqué muchos pegaron el grito en el cielo
al no ganar la codiciada, gringa y calva estatuilla dorada entregada anoche.
Sin embargo, hay algo que comparten esta
apología Cuaronesca al bostezo con la ganadora, y es que nos sitúa en momentos
históricos no muy lejanos en los que ocurrían cosas que consideraríamos
abominables y poco fáciles de digerir en estos días.
No les
voy a Spoilear la trama de "The Green Book", sería tan horrible como
si les contara que al final de Bohemian Rhapsody el protagonista muere por complicaciones relacionadas con el SIDA. La película describe de alguna
manera la forma como eran tratados los
afroamericanos en las épocas de la segregación en el sur de los Yunaits en los
60. Si, en esos mismos Yunaits que claman por la libertad en Venezuela, por la
democracia en el medio oriente y por el respeto de los derechos humanos en el
mundo, hace no más de 60 años obligaban
a las personas descendientes de Africanos a educarse, vivir, comer y hasta
cagar en sitios diferentes a los de los blancos "nativos de America",
eso sí solo en algunos estados sureños. 60 años no son nada, y resulta difícil
de digerir que por la época de los Beatles, cuando muchos de nuestros papás
daban sus primeros pasos, había lugares específicos para "colored
people", algo inimaginable por estos días. Parte de lo que muestra Roma es
parecido, más reciente, más familiar y todavía más deprimente; nos recuerda las épocas donde las familias de
clase media y alta tenían su empleada interna (entre esas la mía). Una práctica
normal en la que una niña de unos 15 años era llevada a la gran ciudad desde
algún pueblo de cualquiera de nuestros países latinos para trabajar en una casa
las 24 horas del día (excepto domingos) a cambio de un pequeño salario, techo
(en un cuarto que parecía el closet donde vivía Bender, el de Futurama) y
comida. Si le contamos eso a un niño de 10 años, tal vez no encontraría la
diferencia entre eso y el concepto de esclavitud, guardadas algunas
proporciones. En estas épocas resulta absurdo pensar en que esas prácticas eran
cotidianas hace algunos años, y no cabe en la cabeza de la gente del común que
eso pudiera suceder en la actualidad, a no ser que sea German Vargas Lleras,
acostumbrado a disciplinar a los coscorrones a sus subalternos.
Tal vez
en algunos años pase lo mismo con lo que estamos viviendo actualmente y que si
bien nos sorprende al principio, terminamos por acostumbrarnos; tal vez
nuestros descendientes se escandalicen con nuestras prácticas y nuestras
costumbres. Tal vez hagan una película acerca de la terrible época en la que la
Policía Nacional perseguía a los transeúntes para multarlos por valores
equivalentes a su salario mensual, en algunos casos, por comprar empanadas en
la calle, o por correr en el terminal para que no los deje el bus. O del
momento histórico en el que teníamos dos presidentes y como uno de ellos se
encargaba de resolver los problemas internos del vecino Venezuela, mientras el
otro andaba a caballo y gobernaba a través de Twitter, rudimentaria herramienta
de comunicación de las décadas de los 2000 y 2010.
Quizá en
40 años los hijos de los valientes que decidieron ser padres se pregunten cómo
sobrevivimos al aire irrespirable de Bogotá, sentirán curiosidad de cómo nos
empacábamos en unos buses rojos que echaban humo negro y cancerígeno para
transportarnos y cómo es posible que aún la ciudad por esos tiempos no tenga
metro eléctrico como las bellas ciudades de Pasto, Pereira o Ibagué. Los hijos
de mi sobrina verán con extrañeza que en nuestros tiempos llenábamos
contenedores de basura con los plásticos y los empaques de las cosas que
comíamos, los mismos que terminaron en el mar para formar islas a las cuales
ellos van de vacaciones para ver hologramas de ballenas, aquellos
magníficos animales extintos por la ingesta de plástico, que algunos candidatos
presidenciales observaban para masticar su derrota mientras todo ardía a su
alrededor.
No
entenderán como un ex millonario, de piel anaranjada, estrella de un reality y que
luce con orgullo un gato muerto en la cabeza se volvió el presidente de la
nación más poderosa del planeta, ni como un tipo que dice hablar con los
animales en pleno siglo 21, logró convencer a 30 millones de personas que
aguantar hambre está bien, y que todos sus problemas son causados por un
malvado ente externo llamado capitalismo mientras él come filetes de 500
dólares. Es posible que se confundan cuando vean que a finales de los 80 el
"mundo libre" tumbó el muro de Berlín, un suceso igual de importante
al famoso concierto de Cúcuta de 2019, para después ver que el presidente del
"país de la libertad" por excelencia construía un muro para separarlo
de sus indeseables vecinos del sur. No entenderán porqué en nuestros tiempos se
intentó meter a la fuerza unos contenedores con ayuda humanitaria a través de
la frontera con Venezuela, en lugar de solicitar esto a la Cruz Roja, con años de experiencia en estas situaciones.
Tendrán
muchos interrogantes de cosas que a ellos les parecerán absurdas para esas
épocas. Nuestra manía de tomarnos fotos a nosotros mismos estirando la boca,
cómo le regálabamos nuestra información a una empresa gigante para usarla con
fines comerciales y políticos, cómo en
estas épocas nos clasificábamos entre Uribestias y Mamertos y nos matábamos por
la camiseta de nuestro equipo de fútbol.
Quien
quita que por esas épocas el mundo sea mejor de lo que conocemos actualmente.
Que no sea la distopia que nuestros actuales gobernantes se empeñan en
implementa; tal vez el camino que ellos están trazando sea el adecuado, que el
calentamiento global en serio sea un cuento reforzado de unos científicos
diabólicos, que el Fracking que hasta ahora es exploratorio en Colombia
purifique las fuentes de agua y que Hidroituango provea de energía eléctrica a
toda Colombia, cosa que sería probable si alguna vez empieza a funcionar y si
nuestros gobernantes siguen empeñándose en usar tecnologías de hace 30 años
para transportarnos. Con seguridad nuestros descendientes se reirán de nosotros
y mirarán nuestro estilo de vida como algo extraño así como nosotros vemos con
extrañeza los letreros de "colored people", o las casas antiguas que
tenían "el cuarto de la muchacha".