martes, 26 de febrero de 2019

Una empanada para el Oscar


Como buen simpatizante del séptimo arte, ver los Oscar me entretiene, aunque esta vez mi aversión a tener cable ($$) me obligó a seguirlos por relatos escritos en internet y a través de mensajes de texto con mis media naranja y mis amigos. Ver las películas nominadas, apostar por las ganadoras e improvisar como crítico de cine siempre será divertido para muchos adultos contemporáneos como yo; es como jugar a ser periodista o al analista político, en lo que son expertos Claudia Gurisatti, Ernesto Yamhure, Gustavo Bolívar, o el bien recordado Juan Pablo Bieri (que será de ese señor, seguro ya está alistando maletas para alguna embajada) . Este año, debo reconocerlo, me quedé corto y no pude ver varias de las nominadas, aunque en todo caso tuve material para alguna conversación con mis amigos y compañeros de trabajo. Al igual que en otros años, hubo polémica, una que otra sorpresa y un enfoque cada vez más politizado, cosa que tal vez debamos agradecer a la extraña forma de gobernar del emperador naranja; de todos modos, por las razones que sea siempre será chévere ver hispanos, afroamericanos, musulmanes, Indígenas, y otros grupos ignorados por la academia hasta hace algunos años,  como ganadores, o al menos como protagonistas de la contienda. Curiosamente, los premios cinematográficos del país de la libertad, la igualdad y la democracia, se acordaron que hay mas colores de piel, mas religiones y más formas de pensar en el planeta casi 80 años después de creados.

Debo reconocer que me gustó que ganara "The green book", aunque repito, tengo como tarea ver el resto de las nominadas. Lo de Roma fue, en medio de todo, merecido para una película que a mi modo de ver es el equivalente a salir con una mujer del físico de  Emily Ratajkowski con la capacidad conversacional de los perezosos de Zootopia. Pero bueno, es la opinión de alguien al que le gusta el cine de superhéroes, los salpicones de sangre y los diálogos entretenidos de Quentin Tarantino, y las habilidades histriónicas de Esperanza Gómez o de Mia Khalifa (los que no la conocen, la hija no reconocida de Gustavo Petro). En fin, hay que estudiar cine unos años para entenderla, apreciarla y ponerla en el pedestal que la pusieron (a Roma, no a Mia) y para comprender porqué muchos pegaron el grito en el cielo al no ganar la codiciada, gringa y calva estatuilla dorada entregada anoche. Sin embargo,  hay algo que comparten esta apología Cuaronesca al bostezo con la ganadora, y es que nos sitúa en momentos históricos no muy lejanos en los que ocurrían cosas que consideraríamos abominables y poco fáciles de digerir en estos días. 

No les voy a Spoilear la trama de "The Green Book", sería tan horrible como si les contara que al final de Bohemian Rhapsody el protagonista muere por complicaciones relacionadas con el SIDA.  La película describe de alguna manera la  forma como eran tratados los afroamericanos en las épocas de la segregación en el sur de los Yunaits en los 60. Si, en esos mismos Yunaits que claman por la libertad en Venezuela, por la democracia en el medio oriente y por el respeto de los derechos humanos en el mundo, hace no más de 60 años  obligaban a las personas descendientes de Africanos a educarse, vivir, comer y hasta cagar en sitios diferentes a los de los blancos "nativos de America", eso sí solo en algunos estados sureños. 60 años no son nada, y resulta difícil de digerir que por la época de los Beatles, cuando muchos de nuestros papás daban sus primeros pasos, había lugares específicos para "colored people", algo inimaginable por estos días. Parte de lo que muestra Roma es parecido, más reciente, más familiar y todavía más deprimente;  nos recuerda las épocas donde las familias de clase media y alta tenían su empleada interna (entre esas la mía). Una práctica normal en la que una niña de unos 15 años era llevada a la gran ciudad desde algún pueblo de cualquiera de nuestros países latinos para trabajar en una casa las 24 horas del día (excepto domingos) a cambio de un pequeño salario, techo (en un cuarto que parecía el closet donde vivía Bender, el de Futurama) y comida. Si le contamos eso a un niño de 10 años, tal vez no encontraría la diferencia entre eso y el concepto de esclavitud, guardadas algunas proporciones. En estas épocas resulta absurdo pensar en que esas prácticas eran cotidianas hace algunos años, y no cabe en la cabeza de la gente del común que eso pudiera suceder en la actualidad, a no ser que sea German Vargas Lleras, acostumbrado a disciplinar a los coscorrones a sus subalternos.

Tal vez en algunos años pase lo mismo con lo que estamos viviendo actualmente y que si bien nos sorprende al principio, terminamos por acostumbrarnos; tal vez nuestros descendientes se escandalicen con nuestras prácticas y nuestras costumbres. Tal vez hagan una película acerca de la terrible época en la que la Policía Nacional perseguía a los transeúntes para multarlos por valores equivalentes a su salario mensual, en algunos casos, por comprar empanadas en la calle, o por correr en el terminal para que no los deje el bus. O del momento histórico en el que teníamos dos presidentes y como uno de ellos se encargaba de resolver los problemas internos del vecino Venezuela, mientras el otro andaba a caballo y gobernaba a través de Twitter, rudimentaria herramienta de comunicación de las décadas de los 2000 y 2010.

Quizá en 40 años los hijos de los valientes que decidieron ser padres se pregunten cómo sobrevivimos al aire irrespirable de Bogotá, sentirán curiosidad de cómo nos empacábamos en unos buses rojos que echaban humo negro y cancerígeno para transportarnos y cómo es posible que aún la ciudad por esos tiempos no tenga metro eléctrico como las bellas ciudades de Pasto, Pereira o Ibagué. Los hijos de mi sobrina verán con extrañeza que en nuestros tiempos llenábamos contenedores de basura con los plásticos y los empaques de las cosas que comíamos, los mismos que terminaron en el mar para formar islas a las cuales ellos van de vacaciones para ver hologramas de ballenas, aquellos magníficos animales extintos por la ingesta de plástico, que algunos candidatos presidenciales observaban para masticar su derrota mientras todo ardía a su alrededor. 

No entenderán como un ex millonario, de piel anaranjada,  estrella de un reality  y  que luce con orgullo un gato muerto en la cabeza se volvió el presidente de la nación más poderosa del planeta, ni como un tipo que dice hablar con los animales en pleno siglo 21, logró convencer a 30 millones de personas que aguantar hambre está bien, y que todos sus problemas son causados por un malvado ente externo llamado capitalismo mientras él come filetes de 500 dólares. Es posible que se confundan cuando vean que a finales de los 80 el "mundo libre" tumbó el muro de Berlín, un suceso igual de importante al famoso concierto de Cúcuta de 2019, para después ver que el presidente del "país de la libertad" por excelencia construía un muro para separarlo de sus indeseables vecinos del sur. No entenderán porqué en nuestros tiempos se intentó meter a la fuerza unos contenedores con ayuda humanitaria a través de la frontera con Venezuela, en lugar de solicitar esto a la Cruz Roja,  con años de experiencia en estas situaciones.

Tendrán muchos interrogantes de cosas que a ellos les parecerán absurdas para esas épocas. Nuestra manía de tomarnos fotos a nosotros mismos estirando la boca, cómo le regálabamos nuestra información a una empresa gigante para usarla con fines comerciales y políticos,  cómo en estas épocas nos clasificábamos entre Uribestias y Mamertos y nos matábamos por la camiseta de nuestro equipo de fútbol.

Quien quita que por esas épocas el mundo sea mejor de lo que conocemos actualmente. Que no sea la distopia que nuestros actuales gobernantes se empeñan en implementa; tal vez el camino que ellos están trazando sea el adecuado, que el calentamiento global en serio sea un cuento reforzado de unos científicos diabólicos, que el Fracking que hasta ahora es exploratorio en Colombia purifique las fuentes de agua y que Hidroituango provea de energía eléctrica a toda Colombia, cosa que sería probable si alguna vez empieza a funcionar y si nuestros gobernantes siguen empeñándose en usar tecnologías de hace 30 años para transportarnos. Con seguridad nuestros descendientes se reirán de nosotros y mirarán nuestro estilo de vida como algo extraño así como nosotros vemos con extrañeza los letreros de "colored people", o las casas antiguas que tenían "el cuarto de la muchacha".